22.7.16

LAS CONFUSIONES DE UN GALANO
Para todo el equipo CUBANOS DE PESCA:
Moisés (Holguín), Rafael (Gibara), Oriol (Baracoa),
Samuel (Santa Clara), Rubén (New Jersey),
Rodolfo (New Jersey), Oslay (Cuba),
Zapito (Miramar), Lorenzo (Playa). Y
todos los demás que luego se sumen.
Visito a un nuevo amigo la tarde del martes y resulta que también es pescador. O sea, que es informático, casado, con un hijo y pescador. Lo supe porque una gran balsa de poliespuma estaba a la entrada de la casa y había carretes con plomadas y anzuelos, una vara con su molinete de spinning, y un puñado de plomadas todavía brillantes, como acabadas de salir del molde, unos anzuelos por acá, un trozo de monofilamento de nailon anudando algo por allí, una alambrada con su quitavueltas en espera... De modo que es pescador, balsero.
Uno no tiene, y ello debe ser una suerte, la pretensión de que la edad nos hace sabios, de manera que al amigo, un tercio de años más joven, le tocará un par de horas el turno de instruir. Entre el café que trae la amable señora, el chico que viene a saludar y se va enseguida, a ver si el diente que le extrajeron hoy renuncia a doler, y el dulce y refrescante jugo de mango que trajo después la dueña de la casa, el visitante se entera de un mundo de cosas que ocurren y se hacen cuando se está a flote allá afuera.
La balsa mide sus buenos tres metros por uno y pulgadas, con estrobos para un par de remos de pala ancha y un vivero en medio. Está teñida de verde porque es la pintura que apareció y porque una o dos manos de aceite, esmalte e incluso vinil, protegen del desgaste la poliespuma. Poliespuma ―para lectores no habituados a la terminología cubana de los últimos treinta o cuarenta años― es un producto plástico de poco peso y consistencia, de mucha flotabilidad, usado como aislante térmico industrial, material de construcción, protector contra impactos de artículos en embalajes, sobre todo de electrodomésticos, y para la fabricación de artefactos navales no identificados.
La pesca es nocturna. La distancia desde la costa se mide en brazas de profundidad. Cuando llega a su pesquero, mi amigo marca su posición por cuatro puntos: el alto edificio de la embajada rusa con la torre X, la chimenea Y con la casa Z que está en una loma. Entonces tira las calas ―podemos decir también “cala los cordeles”, aun a sabiendas que no es cordel, sino nailon― que pueden ser hasta tres y se acomodan en distintas direcciones. Y se echa a dormir.
Un dormir vigilante que se interrumpe al menor cambio de situación. Resulta que la cala es también el ancla de la balsa, su aparato de fondeo asegurado por un saco lleno de escombros. Es un método seguro de fondear y el pescador ha comprobado que únicamente se romperá si un gran pez pica en el fondo  y quiebra de un trachonazo las dos líneas atadas al saco. Es un mecanismo ingenioso y multiuso. La línea principal de la cala es una cuerda de monofilamento de nailon de 100 libras de resistencia. En su extremo inferior hay un quitavueltas de bronce muy fuerte y cuatro bajantes: uno es una línea para coronado, otro es un reinal con alambrada para tiburón, y las otras dos son líneas de 50 libras que se atan cada una punta del saco de piedras. Cuando el pez pica, se engancha e el anzuelo y comienza su lucha por escapar, quiebra una primero y la otra a continuación: ellos tienen suficiente fuerza para eso al comienzo.
Esos dos trachonazos son una señal inconfundible. De todas formas, no hay margen para equivocación una vez que el balsero tiene experiencia; estando a flote, una vez que la balsa se equilibra a las fuerzas del mar y el viento, el pescador va a percibir el menor cambio en la situación: si estando detenido comienza a moverse, si la ola hace oscilar la embarcación de un modo diferente, si la brisa sopla de un ángulo distinto... El balsero entrenado puede estar dormido, pero cualquier movimiento lo alerta, como si sus sentidos estuvieran del todo conectados al entorno. Lo están.
En cuanto sus sentidos lo advierten, su primera reacción será verificar las marcas de fondeo y asimismo la situación de las calas. Muy inmediatamente él sabrá que la corriente ha corrido su posición o si se trata de un pez que ha picado. La última vez que tal eventualidad ocurrió a mi amigo, hubo a bordo cierta incertidumbre momentánea, porque había un segundo a bordo y éste opinaba que habían perdido el fondeo, porque iba la balsa dejando una estela en el agua quieta, algo rarísimo, pero esto podría ser también efecto de una corriente superficiel. Tirando por su parte de las calas, el patrón halló firme, y firme, y firme, a pesar de que definitivamente habían dejado el fondo, porque ni embajada, ni torre, ni chimenea, ni casa estaban en sus sitios.
Hasta que el animal se dejó ver bajo la balsa. Era un tiburón, un galano. Permítame usted una digresión.  El galano lleva el nombre científico Carcharhinus longimanus, que le dio don Felipe Poey en 1861. Su aleta dorsal es alta, de punta redondeada y manchada de blanco o gris, por lo que los norteamericanos le llaman “white tipshark”. Es un tiburón peligroso, de los que suelen atacar, y sus dientes superiores son largos y triangulares. Leyendo una nota del Dr. Darío Guitart, el más importante ictiólogo cubano del siglo XX, nos enteramos que la especie alcanza unos tres metros de longitud total, es la especie más abundante en las aguas de Cuba, y su captura se realiza en aguas oceánicas, de más de 200 metros de profundidad. ¿Usted recuerda cuando leyó la novela El viejo y el mar, de Ernest Hemingway?

“― ¡Ay! ― dijo en voz alta.”
Y una muy pocas líneas más abajo y con idéntico énfasis:
“― Galanos ― dijo en voz alta.”

El viejo Santiago había capturado victoriosamente el castero de 1 500 libras que lo redimía de ochenticuatro días de mala suerte, “un pez capaz de mantener a un hombre todo el invierno”. Navegaba en busca de puerto al comienzo de la noche. Había derrotado primero a un tiburón dentuso, al costo de 40 libras de carne de su pez, cuando apareció la primera pareja de galanos. Hemingway describe el hocico en forma de pala de este tiburón, su parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola, pero dice que ellos son la estupidez y la voracidad. Cuando el viejo pescador completa su pelea con todos los tiburones de esta especie que aparecieron, escupe al agua con saliva sanguinolenta y les dedica una ofensa antológica: “Cómanse eso, galanos. Y sueñen con que han matado a un hombre”.
Cuando el galano estuvo suficientemente cerca de la balsa de mi amigo, los pescadores vieron que había picado en la cala del coronado y no había cortado la línea. Nadie culpa al tiburón por haberse equivocado de ese modo, ¿no? A lo mejor otro pez, o varios peces pequeños, se encargaron de llevarse la carnada que le correspondía. Lo que maravilla a los pescadores es que el anzuelo estaba enganchado entre dos dientes ―afilados dientes de tiburón galano― y el monofilamento de nailon emergía intacto fuera de la boca.
Con el animal a la vista, el patrón ata los remos para cobrarlo, dado que todo a bordo debe ser asegurado o no se detendrá hasta el fondo o hasta una muy muy lejana costa, si es que la alcanza antes de deshacerse. Entretanto, el asistente, compañero de pesca, estaba sosteniendo la línea todo lo firme que puede hacerse firme sobre una plancha lisa de poliespuma pintada de verde, frente a un galano de tres metros y pulgadas que se ha equivocado de carnada. Todo lo más que puede hacer el pescador acercar al pez hasta el alcance del bichero, pero esta vez el tiburón comete una nueva equivocación. En lugar de dejarse ir directamente a donde lo conduce la línea que tira de él, sigue por banda en dirección a la popa y el líder de 50 libras de resistencia, fuerte para la tracción, se desplaza y roza el filo de un diente ―cortante diente de tiburón― de aquella boca. De espaldas cae el sostenedor de la línea y tienen los dos pescadores suficiente con no asistir al horror de  un hombre al agua en compañía de un galano.
Los remos pueden ser liberados de su inteligente nudo, para aprestarse a una maniobra que caía por su peso; el pez sobrenada a la vista un instante, creen los pescadores que alcanzará el bichero hasta aquel si se inclina bastante hacia el agua el embicherador, pero un relámpago de lucidez detiene el brazo y un tenso escalofrío fija a los dos hombres como estatuas sobre el frágil soporte de poliespuma y el gran galano comienza a caer al fondo como los últimos que fueron heridos por Santiago aquella madrugada de agónica recalada a Cojímar. Con una potente oscilación de la cola, finalmente entra el pez en las sombras.
El amigo calla un momento, quitando de las fauces de su perro una cuerda amarilla que el can mordisqueaba. Vuelve a la mesa a mostrar lo que lleva de equipo para pescar en su balsa. Toma la vara de spinning y enseña que la bobina del carrete abu garcía que completa el avío carga nailon de cuatro libras de resistencia. Asombra al oyente resistencia tan fina y quisiera saber si no compromete acaso una captura cualquiera en aguas donde ocurre lo que acababa de contar. Sonríe: “Es solo para carnada”. Muestra tres “chisperitos” que lleva para este fin. “Chispero” es lo que llamaban “hilaya” en otra parte de esta misma costa, lo que significa un aparejo en base a cuatro o cinco anzuelos, unidos con sus líderes a un bajo de línea que posee también plomada para impulsar el lanzado con la vara y quitavueltas para conectar a la línea del carrete.
Los anzuelos del “chispero” se transforman en “chispas”, metafórico modo de indicar un señuelo que es como un destello para atraer al pez. El amigo usa cuatro modelos distintos: este viste el anzuelo con llamativas fibras amarillas que proceden de un adorno para el cabello femenino; el otro con pelos que pueden ser de cabra, más unas brillantes fibras doradas que en navidad tomó el pescador de uno de esas bandas de papel metálico, con flecos para el árbol; el tercero está montado en base a barbas de pluma de oca, y el cuarto son recortes triangulares, de largos triángulos isósceles, de silicona blanca. Unos para sardinas, otros para chicharro, otro para cibíes. Así se consigue la carnada a prima noche.
También captura agujones, que vienen a la luz. Hay una luz a bordo de la balsa que es blanca y la produce una moderna lámpara de leds comprada en la shoping. La otra da luz amarilla y es un modelo nacido en el banco de trabajo del amigo. Un bombillo de los que usan los faros de automóviles, el fondo de un frasco plástico, una lente del mismo diámetro que el recipiente plástico, todo sellado y unido a un tubo por dentro del cual corre el cableado que va a la batería a reparo del agua, y que sirve además para fijar la lámpara a la banda de la balsa.

― El chicharro guerrillero viene a la luz blanca pero no pica. Cuando ellos se dejan ver ya cerca de la superficie, se cambia la luz a amarilla y enseguida se ponen a billizquear en la superficie, donde se cogen con el jamo.

La carnada más apreciada parece ser el calamar, a juzgar por las tres poteras (¿acá decimos poperas?) que lleva al agua mi amigo para la pesca de ese molusco. La popera o potera está ahora mismo atada al extremo de la fina línea de la vara de spinning y es porque se emplea del mismo modo que un rapala, lanzando al largo y recobrando lenta y establemente, sin bombeo, porque al menor movimiento que afloje la tensión es la oportunidad que el molusco aprovecha para escapar, advertido. Otra forma de pescarlo es con la “piña” que se lanza verticalmente al agua con un cordel a mano. Es pesca que haremos a la caída de la tarde o al alba. Se lanza y se recobra continuamente hasta que súbito peso en la línea indica la acometida del calamar. Otra forma de pescar calamares es con una sardina u otro pececillo vivo que se ata junto a la balsa hasta que llegan los moluscos y se le adhieren para extraerle los nutrientes en un abrazo mortal. Toda la carnada va al vivero y se usa también, generosamente, para engodo.
“Ahora está la corrida del gallego”, dice mi amigo, y hablaremos un rato sobre corridas y arribazones, que es tema de larga teoría para los pescadores cubanos. Que si la del pargo, que es clásica, en las lunas llenas de mayo, junio y julio; que si las de la aguja, que empiezan en abril y los pejes se hacen más grande mientras se avanza hacia el verano y su final; y “¿sabes la del caballerote?”, para recordar una famosa pesquería por los cayos al norte de Isabela de Sagua. Le digo que debería escribir él sobre el tema, ya que pescando en balsa le sigue una temporada tras otra. Dice que hará una tabla.
La balsa, que tiene un par de ruedas para auxiliar su traslado, es empujada como un carretón a los largo de las calles vespertinas del barrio residencial donde el amigo informático vive, para llegar a la costa a una hora de silencio. La noche pasará húmeda y, con suerte, sin una turbonada confundida de horario. Si hubo o no un par de horas para el sueño, a las ocho de la mañana estará el pescador conectando los ordenadores para otra jornada. Puede que el segundo de a bordo le llame a eso del mediodía:

― ¿Hoy sí?