LAS CONFUSIONES DE UN GALANO
Para todo el equipo CUBANOS DE PESCA:
Moisés (Holguín), Rafael (Gibara), Oriol (Baracoa),
Samuel (Santa Clara), Rubén (New Jersey),
Rodolfo (New Jersey), Oslay
(Cuba),
Zapito (Miramar), Lorenzo (Playa). Y
todos los demás que luego se sumen.
Visito a un nuevo amigo la tarde
del martes y resulta que también es pescador. O sea, que es informático,
casado, con un hijo y pescador. Lo supe porque una gran balsa de poliespuma
estaba a la entrada de la casa y había carretes con plomadas y anzuelos, una
vara con su molinete de spinning, y un puñado de plomadas todavía brillantes,
como acabadas de salir del molde, unos anzuelos por acá, un trozo de
monofilamento de nailon anudando algo por allí, una alambrada con su
quitavueltas en espera... De modo que es pescador, balsero.
Uno no tiene, y ello debe ser una
suerte, la pretensión de que la edad nos hace sabios, de manera que al amigo,
un tercio de años más joven, le tocará un par de horas el turno de instruir.
Entre el café que trae la amable señora, el chico que viene a saludar y se va
enseguida, a ver si el diente que le extrajeron hoy renuncia a doler, y el
dulce y refrescante jugo de mango que trajo después la dueña de la casa, el
visitante se entera de un mundo de cosas que ocurren y se hacen cuando se está
a flote allá afuera.
La balsa mide sus buenos tres
metros por uno y pulgadas, con estrobos para un par de remos de pala ancha y un
vivero en medio. Está teñida de verde porque es la pintura que apareció y
porque una o dos manos de aceite, esmalte e incluso vinil, protegen del
desgaste la poliespuma. Poliespuma
―para lectores no habituados a la terminología cubana de los últimos treinta o
cuarenta años― es un producto plástico de poco peso y consistencia, de mucha
flotabilidad, usado como aislante térmico industrial, material de construcción,
protector contra impactos de artículos en embalajes, sobre todo de
electrodomésticos, y para la fabricación de artefactos navales no
identificados.
La pesca es nocturna. La
distancia desde la costa se mide en brazas de profundidad. Cuando llega a su
pesquero, mi amigo marca su posición por cuatro puntos: el alto edificio de la
embajada rusa con la torre X, la chimenea Y con la casa Z que está en una loma.
Entonces tira las calas ―podemos decir también “cala los cordeles”, aun a
sabiendas que no es cordel, sino nailon― que pueden ser hasta tres y se
acomodan en distintas direcciones. Y se echa a dormir.
Un dormir vigilante que se
interrumpe al menor cambio de situación. Resulta que la cala es también el
ancla de la balsa, su aparato de fondeo asegurado por un saco lleno de
escombros. Es un método seguro de fondear y el pescador ha comprobado que
únicamente se romperá si un gran pez pica en el fondo y quiebra de un trachonazo las dos líneas atadas al saco. Es un mecanismo ingenioso
y multiuso. La línea principal de la cala es una cuerda de monofilamento de
nailon de 100 libras de resistencia. En su extremo inferior hay un quitavueltas
de bronce muy fuerte y cuatro bajantes: uno es una línea para coronado, otro es
un reinal con alambrada para tiburón, y las otras dos son líneas de 50 libras
que se atan cada una punta del saco de piedras. Cuando el pez pica, se engancha
e el anzuelo y comienza su lucha por escapar, quiebra una primero y la otra a
continuación: ellos tienen suficiente fuerza para eso al comienzo.
Esos dos trachonazos son una
señal inconfundible. De todas formas, no hay margen para equivocación una vez
que el balsero tiene experiencia; estando a flote, una vez que la balsa se
equilibra a las fuerzas del mar y el viento, el pescador va a percibir el menor
cambio en la situación: si estando detenido comienza a moverse, si la ola hace
oscilar la embarcación de un modo diferente, si la brisa sopla de un ángulo
distinto... El balsero entrenado puede estar dormido, pero cualquier movimiento
lo alerta, como si sus sentidos estuvieran del todo conectados al entorno. Lo
están.
En cuanto sus sentidos lo
advierten, su primera reacción será verificar las marcas de fondeo y asimismo
la situación de las calas. Muy inmediatamente él sabrá que la corriente ha
corrido su posición o si se trata de un pez que ha picado. La última vez que
tal eventualidad ocurrió a mi amigo, hubo a bordo cierta incertidumbre
momentánea, porque había un segundo a bordo y éste opinaba que habían perdido
el fondeo, porque iba la balsa dejando una estela en el agua quieta, algo
rarísimo, pero esto podría ser también efecto de una corriente superficiel.
Tirando por su parte de las calas, el patrón halló firme, y firme, y firme, a
pesar de que definitivamente habían dejado el fondo, porque ni embajada, ni
torre, ni chimenea, ni casa estaban en sus sitios.
Hasta que el animal se dejó ver
bajo la balsa. Era un tiburón, un galano. Permítame usted una digresión. El galano lleva el nombre científico Carcharhinus longimanus, que le dio don
Felipe Poey en 1861. Su aleta dorsal es alta, de punta redondeada y manchada de
blanco o gris, por lo que los norteamericanos le llaman “white tipshark”. Es un
tiburón peligroso, de los que suelen atacar, y sus dientes superiores son
largos y triangulares. Leyendo una nota del Dr. Darío Guitart, el más
importante ictiólogo cubano del siglo XX, nos enteramos que la especie alcanza
unos tres metros de longitud total, es la especie más abundante en las aguas de
Cuba, y su captura se realiza en aguas oceánicas, de más de 200 metros de
profundidad. ¿Usted recuerda cuando leyó la novela El viejo y el mar, de Ernest Hemingway?
“― ¡Ay! ― dijo en voz alta.”
Y una muy pocas líneas más abajo
y con idéntico énfasis:
“― Galanos ― dijo en voz alta.”
El viejo Santiago había capturado
victoriosamente el castero de 1 500 libras que lo redimía de ochenticuatro días
de mala suerte, “un pez capaz de mantener a un hombre todo el invierno”.
Navegaba en busca de puerto al comienzo de la noche. Había derrotado primero a
un tiburón dentuso, al costo de 40
libras de carne de su pez, cuando apareció la primera pareja de galanos.
Hemingway describe el hocico en forma de pala de este tiburón, su parda aleta
triangular y los amplios movimientos de cola, pero dice que ellos son la
estupidez y la voracidad. Cuando el viejo pescador completa su pelea con todos los
tiburones de esta especie que aparecieron, escupe al agua con saliva
sanguinolenta y les dedica una ofensa antológica: “Cómanse eso, galanos. Y
sueñen con que han matado a un hombre”.
Cuando el galano estuvo
suficientemente cerca de la balsa de mi amigo, los pescadores vieron que había
picado en la cala del coronado y no había cortado la línea. Nadie culpa al
tiburón por haberse equivocado de ese modo, ¿no? A lo mejor otro pez, o varios
peces pequeños, se encargaron de llevarse la carnada que le correspondía. Lo
que maravilla a los pescadores es que el anzuelo estaba enganchado entre dos
dientes ―afilados dientes de tiburón galano― y el monofilamento de nailon
emergía intacto fuera de la boca.
Con el animal a la vista, el
patrón ata los remos para cobrarlo, dado que todo a bordo debe ser asegurado o
no se detendrá hasta el fondo o hasta una muy muy lejana costa, si es que la
alcanza antes de deshacerse. Entretanto, el asistente, compañero de pesca,
estaba sosteniendo la línea todo lo firme que puede hacerse firme sobre una
plancha lisa de poliespuma pintada de verde, frente a un galano de tres metros
y pulgadas que se ha equivocado de carnada. Todo lo más que puede hacer el
pescador acercar al pez hasta el alcance del bichero, pero esta vez el tiburón comete
una nueva equivocación. En lugar de dejarse ir directamente a donde lo conduce
la línea que tira de él, sigue por banda en dirección a la popa y el líder de
50 libras de resistencia, fuerte para la tracción, se desplaza y roza el filo
de un diente ―cortante diente de tiburón― de aquella boca. De espaldas cae el
sostenedor de la línea y tienen los dos pescadores suficiente con no asistir al
horror de un hombre al agua en compañía
de un galano.
Los remos pueden ser liberados de
su inteligente nudo, para aprestarse a una maniobra que caía por su peso; el
pez sobrenada a la vista un instante, creen los pescadores que alcanzará el
bichero hasta aquel si se inclina bastante hacia el agua el embicherador, pero
un relámpago de lucidez detiene el brazo y un tenso escalofrío fija a los dos
hombres como estatuas sobre el frágil soporte de poliespuma y el gran galano
comienza a caer al fondo como los últimos que fueron heridos por Santiago
aquella madrugada de agónica recalada a Cojímar. Con una potente oscilación de
la cola, finalmente entra el pez en las sombras.
El amigo calla un momento,
quitando de las fauces de su perro una cuerda amarilla que el can mordisqueaba.
Vuelve a la mesa a mostrar lo que lleva de equipo para pescar en su balsa. Toma
la vara de spinning y enseña que la bobina del carrete abu garcía que completa el avío carga nailon de cuatro libras de
resistencia. Asombra al oyente resistencia tan fina y quisiera saber si no
compromete acaso una captura cualquiera en aguas donde ocurre lo que acababa de
contar. Sonríe: “Es solo para carnada”. Muestra tres “chisperitos” que lleva
para este fin. “Chispero” es lo que llamaban “hilaya” en otra parte de esta
misma costa, lo que significa un aparejo en base a cuatro o cinco anzuelos,
unidos con sus líderes a un bajo de línea que posee también plomada para
impulsar el lanzado con la vara y quitavueltas para conectar a la línea del
carrete.
Los anzuelos del “chispero” se
transforman en “chispas”, metafórico modo de indicar un señuelo que es como un
destello para atraer al pez. El amigo usa cuatro modelos distintos: este viste
el anzuelo con llamativas fibras amarillas que proceden de un adorno para el
cabello femenino; el otro con pelos que pueden ser de cabra, más unas
brillantes fibras doradas que en navidad tomó el pescador de uno de esas bandas
de papel metálico, con flecos para el árbol; el tercero está montado en base a
barbas de pluma de oca, y el cuarto son recortes triangulares, de largos
triángulos isósceles, de silicona blanca. Unos para sardinas, otros para
chicharro, otro para cibíes. Así se consigue la carnada a prima noche.
También captura agujones, que
vienen a la luz. Hay una luz a bordo de la balsa que es blanca y la produce una
moderna lámpara de leds comprada en la shoping. La otra da luz amarilla y es un
modelo nacido en el banco de trabajo del amigo. Un bombillo de los que usan los
faros de automóviles, el fondo de un frasco plástico, una lente del mismo
diámetro que el recipiente plástico, todo sellado y unido a un tubo por dentro
del cual corre el cableado que va a la batería a reparo del agua, y que sirve
además para fijar la lámpara a la banda de la balsa.
― El chicharro guerrillero viene
a la luz blanca pero no pica. Cuando ellos se dejan ver ya cerca de la
superficie, se cambia la luz a amarilla y enseguida se ponen a billizquear en
la superficie, donde se cogen con el jamo.
La carnada más apreciada parece
ser el calamar, a juzgar por las tres poteras (¿acá decimos poperas?) que lleva al agua mi amigo
para la pesca de ese molusco. La popera o potera está ahora mismo atada al
extremo de la fina línea de la vara de spinning y es porque se emplea del mismo
modo que un rapala, lanzando al largo y recobrando lenta y establemente, sin
bombeo, porque al menor movimiento que afloje la tensión es la oportunidad que
el molusco aprovecha para escapar, advertido. Otra forma de pescarlo es con la
“piña” que se lanza verticalmente al agua con un cordel a mano. Es pesca que
haremos a la caída de la tarde o al alba. Se lanza y se recobra continuamente
hasta que súbito peso en la línea indica la acometida del calamar. Otra forma
de pescar calamares es con una sardina u otro pececillo vivo que se ata junto a
la balsa hasta que llegan los moluscos y se le adhieren para extraerle los
nutrientes en un abrazo mortal. Toda la carnada va al vivero y se usa también,
generosamente, para engodo.
“Ahora está la corrida del
gallego”, dice mi amigo, y hablaremos un rato sobre corridas y arribazones, que
es tema de larga teoría para los pescadores cubanos. Que si la del pargo, que
es clásica, en las lunas llenas de mayo, junio y julio; que si las de la aguja,
que empiezan en abril y los pejes se hacen más grande mientras se avanza hacia
el verano y su final; y “¿sabes la del caballerote?”, para recordar una famosa
pesquería por los cayos al norte de Isabela de Sagua. Le digo que debería
escribir él sobre el tema, ya que pescando en balsa le sigue una temporada tras
otra. Dice que hará una tabla.
La balsa, que tiene un par de
ruedas para auxiliar su traslado, es empujada como un carretón a los largo de
las calles vespertinas del barrio residencial donde el amigo informático vive,
para llegar a la costa a una hora de silencio. La noche pasará húmeda y, con
suerte, sin una turbonada confundida de horario. Si hubo o no un par de horas
para el sueño, a las ocho de la mañana estará el pescador conectando los
ordenadores para otra jornada. Puede que el segundo de a bordo le llame a eso
del mediodía:
― ¿Hoy sí?